Para Elvia Ardalani lo primero es la sed, un nombre que alguien pronuncia en un idioma extranjero, un antiguo camino labrado por la arena, un periplo ajeno que se vuelve propio en el azogue de la memoria y el deseo; lo primero es el hambre, la húmeda feracidad de los cuerpos que se construyen con la arcilla del alba, que se alimentan de tempestades y naufragan en busca del vocablo exacto que desdiga sus fronteras; lo primero es el abismo, la ausencia colmada, el sedimento y la gota prístina del calostro infinito, del llanto inaugural que todo lo despierta, que todo lo renombra. Para Ardalani lo primero es la presencia.
De cruz y media luna evidencia la metáfora del ser y la existencia, todo en su poética es circular, cíclico: la nostalgia y el instinto, el silencio cósmico y la fugacidad de la carne, el vendaval y lo pétreo, la permanencia del origen y las lumbres, el hueco sideral y los universos minúsculos, lo arbóreo y lo telúrico, los presagios y la inmediatez de un vientre que germina una hendidura, una música marítima que bifurca la vida, que reproduce una y otra vez el barro fresco de la semilla y la esperanza. La fecundidad amniótica de lo húmedo teje su red semántica